viernes, 16 de junio de 2017

Motel Paradise.

Mención de honor en la revista literaria Prosofagia nº 11, diciembre 2010





Eran las tres y media de la madrugada. Mariela dormía profundamente en la enorme cama de agua sobre la que, horas antes, habíamos retozado como Adán y Eva debieron hacerlo en su primera noche bajo el manzano. No quería despertarla, así que dejé la chaqueta, las llaves y la cartera sobre la cómoda de la entrada, por ese orden. Recordaba perfectamente haber solicitado al conserje una percha para colgar la ropa, pero el muy cretino se había vuelto a olvidar, como con la botella de vino. Suerte que el bar de la gasolinera estaba abierto; al menos, había podido echar un par de tragos y fumar un pitillo antes de acostarme.
Avanzaba unos pasos en la oscuridad cuando de pronto tuve la inquietante sensación de que una fría ola de mar se abalanzaría súbitamente sobre mí. “Maldito viento del norte”, balbuceé. Y retrocedí para cerrar la ventana. Ella y su manía de dejarla siempre entreabierta. Después, separé unos centímetros la cortina para que entrara un poco de aquella luz violeta que irradiaba el destartalado cartel del motel. Un velo de falsa intimidad se proyectó sobre la pared del fondo, como si fuera un club de putas.
Tras desentumecer el cuello, me quité los zapatos y caminé sigiloso hacia mi lado de la cama. Tropecé entonces con algo grande y pesado a los pies de esta, que sonó a caja de cristales rotos. A pesar del dolor en el pié, mantuve la boca cerrada. Percibí un ligero movimiento entre las sábanas, nada más.
Era del televisor; el tubo de imagen estaba hecho añicos, algunos fragmentos se colaban por debajo de la cama y otros estaban desperdigados por la moqueta. Me agaché para retirar los trozos más grandes, resultaba peligroso al caminar descalzo, y encontré un sujetador de encaje y un minúsculo tanga. Sonreí. Saber que ella dormía completamente desnuda era una idea que me excitaba, pero el alcohol y el cansancio no eran ingredientes para un buen cóctel, y descarté iniciar una batalla de antemano perdida; así que coloqué suavemente ambas prendas sobre la mesilla de plástico donde debía descansar el televisor y aparté lo que quedaba de este a un lado.
¿Qué demonios habría pasado?...
Me senté muy despacio sobre el inoportuno colchón de agua, dispuesto a desnudarme. El borboteo me revolvió un poco el estómago. “Seguro que no encontró el mando a distancia y usó un zapato para cambiar de canal”, deduje, esbozando una estúpida mueca de reprobación. Mariela era todo un carácter. No sé cuántas respuestas sin sentido llegué a concebir en pocos segundos, supongo que fue divertido.
Ya en cueros, salvo por los calzoncillos y la cartuchera (sólo en la ducha me separaba de la pistola), estiré el brazo para dejar en la mesita de noche el anillo de compromiso y el reloj de pulsera. Y nuevamente topé con algo que no debía estar allí. Coloqué los calcetines sobre la lamparita y la encendí. La luz atenuada iluminó un bote de cerveza importada, medio vacío, con restos de ceniza en la levita. Miré al suelo, buscando alguna otra rara evidencia, y encontré unas botas camperas, al menos de la talla cuarenta y dos, junto a unos pantalones vaqueros y una camisa a cuadros. Retiré con premura los calcetines de la lamparita y arrastré la vista atrás… ¡Joder! ¡Pero qué coño…! ¡Había un hombre junto a ella, pegado como una lapa a sus nalgas! Mi incorporé con brusquedad y palpé impaciente en la penumbra hasta dar con la maldita cadenilla que encendía el plafón del techo. La bombilla de sesenta vatios parpadeó unos instantes antes de derramar su luz enfermiza y vaporosa sobre la cama.
“¡¿Qué cojones hace ése aquí?!”, grité enfurecido. En un acto reflejo, desenfundé la pistola y apunté a su cabeza. Tras la convulsión inicial y un grito agudo de pánico, Mariela cubrió su rostro con la sábana de raso, como si con ello pudiera evitar que el proyectil la alcanzara. Apenas pude apreciar durante un segundo la expresión de terror en la mirada del hombre que la acompañaba, quien salió disparado, tropezando con todo objeto que halló en su camino, en dirección a la puerta del apartamento, de la que casi arranca los goznes al abrir, para perderse entre los trailers del parking con la desesperación de una rata perseguida por un felino hambriento. ¡Estás muerto!, le grite, ¡muerto! Aunque dudo que pudiera oírme.
“¿Con ese cobarde?...”, murmuré, dolido, dirigiéndome a ella, reteniendo en mi garganta un eructo cargado de bilis. Podía haber acabado con ése idiota con un ligero movimiento del dedo índice, pero no borrar de mi cabeza la traición, la falaz promesa de felicidad que me unía a Mariela, mi vida, mi razón de ser, ¡mi mujer! Me parecía tan distinta ahora… Su pelo rubio platino, las uñas postizas asomando lujuriosas por el borde de la sábana, el olor a sudor, sexo y perfume barato... Tenía el aspecto de una furcia de carretera. Ni asomo de la mujer a la que me comprometí, ni siquiera un esbozo. Me sentía dolido, estafado, humillado; me sentía fuera de lugar…
Y de pronto surgió la duda. ¿Y si no era ella?... Mis manos comenzaron a temblar, mi rostro a sudar. “¿Mariela?”, la llamé angustiado, sintiendo sobre mis hombros el peso desmesurado de tres mil seiscientos cincuenta días sin noche, sin luna, sin su presencia, sin el olor o el tacto de su piel.
“¡Por favor, no dispare!”, exclamó al fin, tras unos eternos segundos de tensa calma, mostrando por primera vez su mirada acuosa y gris, sus párpados azul cobalto, sus labios hinchados de botox.
No era ella. No era Mariela...
Bajé el arma lentamente. Cada latido, un clavo que se hundía en mi corazón.
Me di la vuelta y regresé al porche arrastrando los pies, el alma. Efectivamente, aquella era la habitación 309, nuestra habitación. Al menos, lo fue por una noche.
La extraña mujer comenzó a sollozar, a suplicar no sé qué cosas. ME torné hacia ella y le ordené callar. Luego barrí el parking con la mirada: ni rastro de aquel putero. Menudo susto se debió llevar; seguro que se lo merecía. Un reloj digital gigante, apostado sobre el techo de la luminaria de la gasolinera, marcaba en rojo las cuatro menos cuarto de la madrugada. En otro panel más pequeño, situado justo debajo, la fecha y la temperatura: veinticinco de abril de dos mil once, trece grados.
Caí al suelo de rodillas, abatido por la impotencia. Habían pasado ya diez años desde que nos alojamos en aquel motel, mi mujer y yo, para celebrar nuestro quinto aniversario, como dos enamorados que buscan renovar sus votos a pesar de fango que anega sus vidas, cuando surgió aquella discusión sin sentido, sin respeto, sin límites. ¿Cómo se atrevió a llamarme impotente, la muy zorra? Si hubiera tenido la boca cerrada… Jamás le había puesto una mano encima, fue una reacción instintiva… Acompañado por su olor corporal todavía en mis manos, marché a tomar un par de copas y fumar un pitillo. Cuando regresé, ya casi de madrugada, el parpadeo de las luces azules y ambarinas iluminaba las paredes desconchadas del viejo edificio. Tras el cordón policial alrededor de la puerta 309, huellas de sangre, ropa íntima desgarrada, y un cuerpo en el suelo, cubierto con una manta. Ya era demasiado tarde para pedir perdón, para buscar una excusa. Di media vuelta y me escondí en el maletero del coche hasta el amanecer. Sucedió hace diez años, y parece que fue hace apenas unos minutos.

Consciente del error, abandoné la pistola en el suelo del porche, junto a un par de colillas aplastadas y el envase vacío de un preservativo, me incorporé y bajé con extrema pesadez los cuatro peldaños de la escaleta, dispuesto a rendir cuentas con el Diablo. A lo lejos ruido de sirenas, luces parpadeantes en el cielo. Como aquella fatídica noche, solo que esta vez no murió nadie. Introduje el cañón de la pistola en mi boca, pero no me atreví a disparar: soy un cobarde, siempre lo he sido. Así que esperé a la policía. 

Aún me pregunto por qué Adán y Eva fueron obligados a abandonar el Paraíso. Si hubieran tenido una segunda oportunidad, hoy todo habría sido tan distinto…