jueves, 18 de octubre de 2012

La sombra del ciprés



¡Fuego!, grita con voz rota un anciano de mirada intensa, tez curtida por el rigor de la madrugada y espalda arqueada por el paso de los años y el trabajo duro en el campo de la serranía valenciana, blandiendo como espada su larga vara de avellano desde una loma cercana al pueblo. Apenas puede moverse entre la turba de coscoja, aliagas y romeros que cubre el suelo y oculta parcialmente la senda que guía sus pasos. Una liebre huye como alma que lleva el diablo por la vaguada. Más allá levanta el vuelo una perdiz. Las llamas acercan sus largos tentáculos de fuego a las casas más alejadas, los chalecitos, el balneario... Un extraño fulgor, que parece surgir del infierno, tiñe el horizonte de cobre y púrpura.
Arde el monte.
Minutos más tarde se desata una intensa lluvia de ceniza, bajo densas columnas de humo gris. “En mis tiempos, esto no pasaba”, murmura con impotencia junto a un pino centenario que pronto caerá pasto de las llamas. “¿Quién echaría tierra al caldo?... De la mala hierba daban cuenta las cabras, y los campos, la mayoría ahora perdidos, eran fértiles tablas de cultivo”.

Hasta siete incendios forestales se combatieron durante una semana, a finales de septiembre de 2012, en la provincia de Valencia. Si en julio ardieron las montañas de Cortés de Pallás (30.000 hectareas, algo más de 30.000 campos de fútbol, para que se hagan una idea de la superficie calcinada), Alcublas y Andilla (20.000 hectareas), dos meses después se suman a la tragedia los incendios de Chulilla, Villamarxant, Ribarroja, Benissoda, Benicolet, la Vall d’Albaida... Una auténtica tragedia para el ecosistema, y una factura que pagaremos durante décadas a un interés muy elevado.
Desesperación e impotencia son los sentimientos dominantes entre la población afectada. ¿Por qué a nosotros?, se preguntan los damnificados, que en mayor o menor medida somos todos. Bomberos, UME, brigadas forestales, hidroaviones, helicópteros, voluntarios... no parecen bastar para combatir a esa terrible bestia que surge de la nada, en la noche o la mañana, destruyendo todo a su paso, dejando yerma la tierra, sucio el aire, asesinando animales y plantas.
Son diversas las causas por las que se propaga un incendio: el descuido de los montes, las elevadas temperaturas, la falta de lluvia… Pero en la mayoría de casos los incendios son debidos a la mano del hombre, ya bien sea por descuido, imprudencia, dejadez, alentados por pirómanos o desalmados guiados por intereses económicos.


Sin embargo, el conocimiento no evita su existencia. Debemos tratar por tanto de minimizar los riesgos, antes de que lo posible se torne inevitable. Y es aquí donde aparece el ciprés mediterráneo, un árbol común en apariencia, de rápido crecimiento, capaz de echar raíces en casi cualquier parte del mundo, pero también una barrera natural contra el fuego.
El ciprés, que simboliza la unión entre el Cielo y la Tierra, bien llamado el “Árbol de la Vida”, es una conífera de hoja perenne que permanece siempre verde; puede alcanzar los 20 metros de altura y llegar a cumplir 300 años de vida. Usado como ornamento en pasillos, pórticos, parques y jardines se ha convertido en un árbol modelo de exteriores. También ejerce de guardián del camposanto, pues culturalmente representa el duelo, y es fiel testigo de nuestro paso por infinidad de caminos y veredas. De tronco recto y fina corteza, su madera, parda y de textura fina, se emplea para la fabricación de guitarras, marcos, tablas decorativas…
Como ven, la sombra del ciprés es alargada, como así titulara Miguel Delibes su primera novela. Pero entre todas sus virtudes, las que ahora más nos interesan son su menor inflamabilidad, su capacidad de cortar el viento por la densidad de su follaje y el hecho de que vierta mucha menos biomasa al suelo que la mayoría de árboles. Es por ello que abogamos por introducirlo en los antiestéticos y estériles cortafuegos, evitando esos feos trasquilones al monte que se aprecian desde lejos, mejorando su aspecto y al tiempo dotándole de una eficaz, ecológica y económica arma contra el fuego. La prevención será clave en los próximos años, ya que el calentamiento global va en aumento y parece irrefrenable, tanto como la estupidez humana. La prueba de fuego de su eficacia, el ejemplo, lo tenemos en Andilla, donde sobrevivieron al incendio el 90% de los cipreses plantados, casi un millar de ejemplares; no sucedió igual con los pinos, carrascas, encinas, enebros, sabinas... En total se salvó una superficie que ronda los 9.000 metros cuadrados gracias a los cipreses. La zona fue visitada, días más tarde, por técnicos forestales especialistas en la lucha contra el fuego, científicos y botánicos. Al llegar quedaron sorprendidos: ante ellos, rodeados de ceniza y desolación, casi un millar de orgullosos cipreses formaban una frondosa barrera verde, como heroicos soldados tras la batalla.
No en vano el ciprés es símbolo, en muchas culturas, de longevidad, esperanza y vida eterna.



Sirva este breve artículo como apoyo a las iniciativas para concienciar a la población contra la incuria y el abandono del monte, y como rendido homenaje a este singular árbol, el ciprés mediterráneo, que espero pronto pase a formar parte de nuestros bosques.